Quantcast
Channel: VOScomar | Mirá
Viewing all articles
Browse latest Browse all 6664

Aventuras textuales: un baño de agua fría en pleno invierno

$
0
0

Hace unas semanas nos sorprendieron los gritos ahogados y entrecortados, así que nos asomamos por la ventana de atrás de casa, que da a la obra en construcción del terreno vecino.

Estamos en pleno invierno pero a pesar del frío diabólico, los albañiles que duermen en un obrador se higienizan con un jarro calentado sobre brasas cuando termina la jornada.

La primera vez que los vimos quedamos muy impactados porque los cinco hombres estaban completamente en bolas en medio del campo y daban saltitos mientras el vapor de la piel los envolvía en una nube.

Era un espectáculo dantesco.

–Se van a morir, por favor –dijo mi compañera mientras se frotaba los brazos en un acto reflejo–; ¿cómo hacen para no engriparse o agarrarse neumonía?

–Es que son jóvenes –observé.

–¿Te parece que por ser jóvenes no sienten el frío?

–Me parece que hay gente condenada a trabajar en condiciones horribles, pero que si sos joven, el cuerpo resiste más el castigo.

El procedimiento es simple: encienden una hoguera discreta, ponen latas entre las llamas, esperan a que el agua esté a temperatura y empiezan a cachetearse la cabeza y el lomo.

Todos los días desde que empezó la obra sabemos que son las seis de la tarde cuando escuchamos los alaridos ahogados y las risas.

La perra se acostumbró a la ceremonia y ya casi no les ladra, pero nosotros no nos habituamos.

Menos ahora que empezaron las heladas fuertes.

Mi compañera tiene miedo de que con estas temperaturas a alguno de ellos le dé un bobazo y quede seco entre las montañas de arena y las bolsas de cemento. Pero no hay mucho que podamos hacer.

Evaluamos en un momento la posibilidad de ofrecerles usar nuestro baño, pero la idea de que cinco desconocidos se metan en casa a ducharse todos los días nos pareció demasiado complicada.

Divino tesoro

Le explico a mi compañera que el paso del tiempo nos va minando las resistencias.

Ella es más joven que yo, así que todavía está en esa edad en la que se piensa que la propia anatomía es indestructible. Yo ya pasé esa etapa. Cada vez soy más consciente de las limitaciones propias de estar transitando la previa de la vejez.

Desde hace unos años, por ejemplo, uso la calefacción del coche. Jamás en la vida la había encendido, pero en la actualidad siento que las piernas se me convierten en mármol si no pongo el interior del vehículo al rojo vivo antes de salir de casa.

–Y antes de conocerte –le cuento– dormía sólo con un calzón en invierno y en verano, pero ahora si no me pongo una camiseta térmica de noche, amanezco tiritando.

A ese detalle se le suman otros y se los enumero: de la nariz y las orejas te crecen pelos como si fueran lianas; las coyunturas se te oxidan y perdés elasticidad; y para recuperarte de una trasnochada necesitás una semana y media de reposo absoluto.

–Pero todavía no sos viejo –argumenta ella para hacerme sentir bien–, sos un adulto mayor con vitalidad y resistencia.

Desestimo su opinión barriendo el aire con la mano.

–Todavía tengo ganas de presumirte –confieso–, por eso me hago el jornalero y cavo pozos, hacho leña y arreglo alambrados, pero en el fondo me cuesta una barbaridad todo, incluso salir de la cama.

Un amigo solía decir que te hacés grande cuando te empiezan a gustar las aceitunas negras, el vino sin soda y las carreras de auto en la tele los fines de semana.

A eso le sumo que los galanes de cine de tu edad ahora interpretan a los padres de los galanes nuevos.

Despacio por las piedras

Una de las primeras entrevistas que me tocó hacer en mi trabajo fue al cantante de folklore Horacio Guaraní.

Cuando le pregunté cómo se llevaba con el paso del tiempo (estaba cerca de cumplir los 90 años), me contestó: “Muy bien; ahora me echo tres polvos por día: uno en las patas, otro en las bolas, otro en los sobacos”.

Lo que me estaba contestando en realidad Horacio era que frente a ciertas cosas de la vida, todo se resume a una cuestión de actitud.

–Pensamos en la vejez como algo remoto y lejano –le explico a mi compañera– hasta que te encontrás con un compañerito del colegio convertido en un anciano, entonces te das cuenta de que estás en un tramo complejo de la existencia, y necesariamente empezás a reflexionar al respecto.

Algunas personas lo hacen con inteligencia.

A Quino, padre de Mafalda, se le atribuye la teoría sobre cómo debería ser la vida de una persona, y me gusta por lo desfachatada.

“Todo tendría que empezar con la muerte, así el trauma quedaría superado; luego, te despertás en un hogar de ancianos mejorando día a día y después te echan de la residencia porque estás bien y entonces cobrás tu pensión, te ponés a trabajar 40 años hasta que sos lo bastante joven como para disfrutar del retiro y te la pasás yendo a fiestas hasta que te metés en el cole, donde jugás con amigos hasta que sos bebé; los últimos nueve meses de vida los pasás flotando tranquilo con calefacción central y al final abandonás el mundo en un orgasmo”.

La idea no es mala. De hecho la usaron para filmar la película El curioso caso de Benjamin Button.

Entender de golpe

Esta semana mi compañera salió a trabajar temprano. Vivimos en zona serrana, así que parte de nuestra diaria implica pasar varias horas sobre la ruta yendo y viniendo.

Eran las 7, todavía no había salido el sol, cuando me llamó por teléfono.

–Tuve un inconveniente –me dijo–, mordí la banquina pero quedate tranquilo que estoy bien.

Cuando llegué ya estaban los bomberos, la policía y la ambulancia. Ella efectivamente estaba bien, dentro de todo; algunos golpes y una ristra de chichones cuentan como saldo positivo.

Pedí permiso a las autoridades para darle un abrazo. Después le di lugar a los profesionales jóvenes que la ayudaron.

El bombero que usó la palanca para abrir el capó y desconectar las mangueras del gas y los cables de la batería tenía un bigote ralo, de esos que crecen cuando todavía no has cumplido los 30 años.

El policía que nos tomaba los datos parecía recién salido del colegio. Y la médica y el enfermero podrían haber sido mis hijos, tranquilamente.

Cuando me calmé un poco y mientras decidían si la trasladaban para hacerle placas y evaluar mejor su estado, me puse a caminar entre el resto de plásticos, chapas y vidrios.

Yo era la persona más grande en ese grupo de gente, y en medio de toda la procesión de uniformes entendí que a pesar de mi edad, era también el más inútil.

La llevaron a un hospital de Malagueño, donde tuve que esperar en la guardia hasta que un jovencito me explicó (tratándome de usted) que todo estaba bien, pero que había que usar cuello ortopédico unos días y estar atento a posibles complicaciones.

Se despidió con un “Que le vaya bien, señor”.

Viejos son los trapos

Una vez en casa, repasamos tranquilos todo el baile de la jornada.

Le mencioné lo que había visto de las edades para distraernos. También le comenté la sensación de inutilidad y la alegría que me daba que el auto se hubiera hecho mierda y que aún así ella no tuviera más que algunos golpes.

–No sé qué pasó –empezó a explicar como si hiciera falta–, lo último que recuerdo es que traté de enderezar y el auto se patinó.

–Le puede pasar a cualquiera, nena –le dije–, pero lo más importante es que estamos de nuevo acá los dos, y que podemos seguir con nuestra vida a pesar del tortazo; no todos corren con la misma suerte.

–El auto, lo hice mierda –amagó a quebrarse ella.

Le puse un dedo sobre los labios, le acomodé el pelo y le señalé la ventana del fondo, por donde empezamos a escuchar los gritos de los albañiles.

Tuve ganas de decirle que los fierros se enderezan y esas cosas que salen en automático cuando pasa lo que pasa, pero no hizo falta. La perra ladró una sola vez y nos sacó del trance, después también se quedó escuchando los alaridos y las risas mientras nos miraba ladeando la cabeza.

El mundo a veces se parece mucho a un delirio.

Habitamos una invención psicótica hecha de incoherencias y paradojas, y si estamos vivos es porque somos una casualidad en medio del caos.

Precarización laboral, vuelcos en la ruta, las mangueras que amanecen escupiendo hielo. El invierno tragándose todo, el futuro esfumándose delante de los ojos en un instante.

–Son las seis de la tarde, vieja; ¿qué te preparo para la cena? –pregunté.

Y nos tentamos a pesar de la emoción y el cansancio.

A veces uno hace lo que hace porque no queda otra. De pronto nos encontramos soltando carcajadas culposas y fuera de lugar, tan espontáneas e inexplicables como la de esos jóvenes del otro lado del alambrado.

Ilustración: Favio Candellero

Viewing all articles
Browse latest Browse all 6664

Trending Articles